sábado, 29 de noviembre de 2008

Reflexión en torno a la "Ética del intelecto" de Susan Haack

El trabajo de investigar implica una labor científica, esto quiere decir, según el autor, -y de hecho lo comparto- que la búsqueda de la verdad debe alentar al investigador más que ninguna otra cosa en su tarea. Pensando sobre esto, sobresale la siguiente idea: la creación propia –en tanto pensamiento-, como ejercicio de elaboración de trabajos e investigaciones en la universidad (para los títulos de grado, al menos y en mi carrera, que es la realidad que conozco más), es francamente pobre.
Muy poco se alienta al estudiante a investigar en torno a ideas propias, llegar a conclusiones propias, y lo que es más difícil todavía, hacerse preguntas sobre el tema que se expone. Siempre resultará más fácil dar respuestas a los problemas, que formular las preguntas adecuadas que no sólo lleven a encausar la problemática de la investigación, sino que también pongan en duda los supuestos e hipótesis que subyacen a ella. Es éste un tema presente en el texto leído que más resalta. La tarea de investigar supone, por lo tanto, un interés más que por las hipótesis que se pretende demostrar, por la búsqueda de la verdad. En otras palabras, implica una suerte de pérdida del ego del investigador. Éste pasa a ser un puente entre la elaboración propia y la búsqueda o los acercamientos a los temas tratados por él y por otros más. La personalidad del autor, en este sentido se va perdiendo, va desapareciendo de cierta forma, en pos de un objetivo mayúsculo, que levantan sobre sus hombros aquellos investigadores, que, al igual que él, han seguido tal labor investigativa. Acá, nuevamente remarcamos, lo más importante es el saber y no la persona (el investigador considerado individualmente).
Esto último tiene relación también con la idea de ejercitar trabajos colaborativos, más que individuales. A continuación lo explicaré mejor: una persona que estudia o investiga sola carece de la posibilidad de adquirir nuevas perspectivas respecto de su estudio en comparación con otra persona que comparte sus experiencias con sus pares bajo la intención de ser criticado, contradicho, felicitado, reafirmado, en resumen, enriquecido por nuevos discursos. El hecho de ser leído por otro, obliga al escritor a orientar su trabajo a este tan básico y evidente hecho: escribo para ser leído. Luego sobreviene la siguiente pregunta: ¿para ser leído por quién? Y las tentativas respuestas: ¿por un grupo selecto de “lectores especialistas”? ¿por un profesor que guía una tesis? ¿por los lectores de una página web en que publico? Y tras estas preguntas pondríamos, por supuesto, un largo etcétera.
Otro fenómeno de relevancia que es abordado por Susan Haack, es el llamado tema del economicismo en las ciencias sociales, específicamente en la filosofía, pero que en toda el área de las humanidades es ostensible. Al respecto, un historiador chileno, Mario Góngora, ya en la década de los ochenta, hacía un clamoroso llamado de atención, y da un ejemplo de la aplicación de la noción mercantil de competencia en viejas instituciones como las universidades, que, a partir de la Ley General de Universidades de 1980 en Chile, implica que “una institución (como la educativa) es repensada como empresa en competencia con otras empresas que pueden crearse con un criterio muy liberal; el aporte fiscal irá disminuyendo, y creciendo en cambio el autofinanciamiento por los alumnos, que pagarán el costo de la docencia posteriormente, durante el ejercicio de su profesión. La Universidad, siguiendo la tendencia mundial, atiende más a las profesiones científicas de modelo matemático-físico y biológico, que a las humanidades”[1], obviamente esta situación se debe a la rentabilidad perseguida en el contexto en que se vive.
Si bien, Susan Haack aborda esta última temática desde el campo de las investigaciones y cómo éstas se han ido corrompiendo, por decirlo de algún modo, a partir de este tipo de razonamientos economicistas, es también cierto que desde un punto de vista más global, la ingerencia de la economía –y específicamente la economía de mercado- ha introducido en todos los ámbitos no sólo las nomenclaturas propias de su disciplina orientada hacia la oferta y la demanda en contexto de desregulación absoluta, sino también la ecuación que define un trabajo no por su calidad per se sino más bien por los términos de su rentabilidad.

Por último, un pensamiento para terminar. En el texto leído aparece constantemente la expresión “búsqueda de la verdad”. No cabe duda que la autora ha querido reforzar una idea que contradiga al relativismo respecto de la verdad. Ahora bien, por momentos siente que la verdad pareciera ser una falacia, como lo son un sinnúmero de valores, no obstante es del todo preferible creer en ellos, incluso si no fuesen reales, pues bien conforman el dínamo que mueve nuestras vidas y da sentido a algo que de lo contrario sería espantosamente inerte. El pensar que se busca la verdad, el creer, sinceramente que se accederá a ella (o al menos se intentará un acercamiento), implica ya un trabajo de nobleza que supera con mucho cualquier tipo de cinismo, incluso, si esa tal verdad, no existiese.

[1] Mario Góngora, “Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los ss. XIX y XX”. Ed. Universitaria. Santiago. Chile, 1990, p. 263.

En torno a la idea de pensar y escribir propuesta por Julián Marías

En este ensayo se verá la importancia de entender que tanto la lectura como la escritura conforman, al menos en mi óptica, un solo proceso, indivisible e indicotomizable, no obstante estar tan separados y forzosamente polarizados en nuestra formación intelectual ya desde la enseñanza escolar. Ahora bien, ¿qué quiere decir que conformen un único proceso indivisible? Pues bien, lo que planteamos es que tanto la lectura, como la escritura son producciones que sostienen una relación dialéctica. Todavía más, lo que sostenemos es que son inseparables –lectura y escritura- de un proceso aún más global: el conocer.
Paulo Freire, en un libro cuya traducción al castellano conservó la estructura del texto: “Cartas a quien pretende enseñar”, nos muestra la importancia que reviste el adueñarse críticamente de un texto y asumir a su vez el contexto “tomando distancia de la realidad”[1].
Adentrémonos un poco en esto: en primer lugar, Paulo Freire distingue entre aquellos elementos sensoriales, que podríamos catalogar como un tipo de conocimiento surgido desde la experiencia, desde lo cotidiano, y aquel conocimiento ordenado, sistematizado que forma parte del saber académico o escolar si se quiere. Estos dos tipos de conocimientos –el cotidiano y el académico-, Freire los entiende como un todo inseparable que conformaría la sumatoria de un saber, esto quiere decir que, sin querer plantear una supuesta superioridad de uno respecto del otro, entendemos que ambos son importantes a la hora de pensar algo, o reflexionar sobre algo. En este sentido, el punto de partida o inicio hacia la lectura del mundo que propone Freire, es el conjunto de saberes surgidos de la experiencia sensorial, de la vida cotidiana, de lo vivido, pero que también –para considerarlo dentro de un conocimiento más global- debe ser pensado, meditado, leído.
Partimos por lo tanto, de un conocimiento de lo vivido, un “cognitio in acto exercito”, o sea, como dice el profesor Jorge Eduardo Rivera, un “conocimiento que se obtiene por medio de la ejecución de una acción humana”[2], pero que, a su vez, es pensado desde fuera, al tomar distancia frente al hecho mismo, o como diría Freire, al realizar la lectura de tal hecho.
Este acto que acabamos de describir resulta particularmente importante a la hora de reflexionar. El reflexionar, o el pensar surgen entonces de la facticidad que es el vivir, la realización de ese “acto ejecutado”. El mismo Rivera reflexiona a propósito del título de un curso ofrecido por Heidegger en 1923 llamado “Ontología. Hermenéutica de la facticidad”, y adelanta la idea siguiente: la vida vivida es traducida en palabras, o sea, es “dicha”, es “contada”, yo agregaría también, es leída.
Pensemos ahora sobre este acto de traducción de un suceso vivido a palabras, que Rivera asocia -siguiendo a Heidegger- a la hermenéutica, que es, en última instancia, aquello que conforma la mencionada “ontología”. El acto de traducción, de traer algo vivido y describirlo en palabras, que es lo que definen nuestros citados autores como hermenéutica sugiere un camino que se ejecuta desde la comprensión de los sucesos descritos. La palabra hermenéutica proveniente de Hermes, divinidad griega relacionada con el comercio, pero también con la comunicación entre los tres mundos conocidos: la vida de los mortales, el submundo de las sombras –según la escatología clásica- y el mundo divino de los dioses sempiternos. Hermes transporta las almas de los muertos al Hades, de ahí su apodo de “psicopompós”; y al mismo tiempo lleva a los humanos los mensajes de los dioses, por lo cual se le llama también “ángelos” (mensajero). Esto último le capacita para traducir lo divino al lenguaje de lo humano y viceversa. De ahí que la hermenéutica implique, de algún modo, codificar un mensaje, ya sea para explicarlo (escribirlo, digamos) o para leerlo desde algo ya escrito.

Volvamos ahora a aquello que llamamos acto reflexivo. Esto es lo que Freire llama “lectura del mundo”, y que implica al mismo tiempo una instancia de meditación que parte de este “tomar distancia”.
Cuando vivía en Punta Arenas –ciudad donde de hecho nací- jugaba con un amiguito en la playa del Estrecho de Magallanes. Lo subrayo, pues por mucho tiempo no tuve noción de la importancia de este hecho, ni tampoco me pareció significativo el pequeño tamaño de las olas, ni lo frío de sus aguas hasta que conocí Con-cón y luego de observarme, ahí –en mi recuerdo- arrojándo piedrecitas en el estrecho; esto es, luego de “tomar distancia”, recién ahí vine a percibir la singularidad de este suceso y a realizar mi “lectura del mundo”. En definitiva, tal lectura es levantada a partir de una experiencia aconteciente, vivida, pero que no se queda en tal hecho (de lo contrario, siguiendo mi ejemplo, las aguas del estrecho jamás hubieran sido “pensadas” por mí, sino que a partir de la toma de distancia es meditada y además traducida:“hermenéutica de la facticidad”

Ahora bien, ¿qué sucede cuando se lee un texto escrito? Nuevamente se parte desde lo vivido. Es difícil comprender un texto desde aquello que no se ha experimentado antes. Cómo entender la poesía de Ovidio –que a mí tanto me gusta- si antes no se ha sentido –y padecido también- amor por una mujer (o por un hombre según sea el caso). Ahora bien, cada palabra escrita sugiere algo, algo que ha querido decir el autor, pero también algo que es levantado desde nosotros mismos, a partir de nuestra experiencia (única e irrepetible) que enriquece el diálogo sostenido con el texto que leemos. Precisamente lo que sugiero acá –también Julián Marías lo señala- es que leer implica dialogar. No existe un texto que nos entregue, a la vez de lo que está contando, su interpretación, es decir, lo que el autor quiso decirnos, a cada paso a medida que avanza. Esto es algo que surge de nosotros mismos, por lo que el texto está ahí como punto de partida y es lo que hace que un libro varíe con el tiempo, no sólo de un lector a otro, sino también para un mismo lector en distintos períodos de su vida. Esto convierte también al lector, en escritor del libro que lee. Por cierto que esta afirmación no es mía, ya lo dijo Borges, Umberto Ecco, etc., sin embargo la comparto a cabalidad.
¿Qué hacemos, pues, cuando leemos? Nos preguntamos sobre lo leído, discrepamos, dudamos, afirmamos, etc., en otras palabras, caminamos hacia la incertidumbre. A su vez, la importancia de la pérdida de certidumbre frente al conocimiento, implica un avance continuo de nunca acabar. Acaso podríamos decir acá, que la hermenéutica es constante; o sea, podemos hacer siempre una hermenéutica de la hermenéutica, lo que Umberto Eco ha llamado “semiósis ilimitada”.
Digamos que, de algún modo, se deja de pensar desde el momento en que se cree que se ha finalizado el proceso, o se ha agotado tal investigación, en resumen: cuando se cree que se alcanza la certeza total respecto de algo, esto implica que lectura, escritura y pensamiento conforman un todo indivisible. Por todo esto, considero que la lectura y la escritura, son dos fases que no pueden ser separadas.


[1] Paulo Freire, Cartas a quien pretende enseñar” (su título original, en portugués: “profesora sim; tia nao”), Ed. siglo XXI, Madrid, España, 1997, p. 35
[2] Jorge Eduardo Rivera Cruchaga, “Itinerarium cordis. Ensayos filosóficos”, Brickle Ediciones, Santiago, Chile, 2006, p. 32

martes, 11 de noviembre de 2008

PRIMER ENSAYO. “Surgimiento del homo sapiens bajo dos enfoques distintos”

Hemos visto ciertas características que se relacionan con la capacidad humana de pensar, en ámbito de comparación con los demás animales, a propósito de la lectura del primer capítulo del texto de Bunge, “La ciencia. Su método y su filosofía”.
A continuación, abordaremos en este ensayo dos miradas distintas respecto del mismo asunto en pos de demostrar cómo se ha ido desarrollando, a lo largo de la existencia humana, que tiene su punto más alto, para la prehistoria, con el surgimiento del homo sapiens, binominal nombre de esta especie, que designa a la familia de los homínidos, surgida al norte de África (Kenya, probablemente) hace más de 3 millones de años.

Nuestro primer enfoque que abordaremos estará centrado en la así llamada “visión realista” respecto de la diferenciación entre el hombre y los demás seres vivos. La característica más importante del hombre acá, está dada por su condición de animal de rapiña que domina el mundo en base a sus características fisiológicas o físicas y mentales. La visión del hombre que se enseñorea frente a los demás seres inferiores, señorío que le viene a partir de su inteligencia, encierra, pese a describir una realidad innegable, una interpretación sobre su posición que le colocan en una instancia de preeminencia –¿que acaso podríamos juzgar de aristocrática?-. Para representar de modo más gráfico esta interpretación hemos escogido la reflexión que de ello hace el pensador alemán Oswald Spengler, que caracteriza el poder del hombre de esta forma: “El mundo es la presa; y de este hecho, en último término, ha nacido toda la cultura humana”[1]
Tal posición, no obstante, refleja no sólo el sentir de un paradigma determinado, o de alguna escuela filosófica o antropológica, puesto que tanto desde el marxismo, hasta el judeocristianismo, se ha sostenido esta lectura, que –digámoslo- facultan al hombre a destruir su entorno con el pasaporte que le otorgan su superioridad o señorío. De hecho, podríamos reflexionar (a riesgo de escaparnos de nuestra temática) sobre la emergencia de una mentalidad ecológica; emergencia que, ni aún en la Biblia podríamos encontrar. Si parafraseamos al Génesis, tenemos que el hombre, ya expulsado del Jardín del Edén se enseñoreará y dominará a los demás animales, como forma de imposición dada por la divinidad.
Ahora bien, ¿cómo es posible evidenciar esta superioridad, en términos materiales? Si retornamos a nuestra lectura de Spengler, diríamos que esta fuerza, este destino, se expresan de manera singular en el hombre a través de la técnica. No obstante, hace la salvedad el autor citado, no se trata de una “técnica de la especie[2], pues ésta pertenece a todos los animales y es instintiva, lo que implica que no varía con el tiempo, no se perfecciona ni desarrolla; en otras palabras, no se aprende. En cambio, la técnica de los hombres surge de su capacidad de pensamiento, que no ignora, como sí sucede con el resto de los animales, tanto su pasado como su futuro, que siente, frente a estas categorías temporales, tanto arrepentimiento como preocupación. El cuidado de los hijos por parte de su madre, vienen dados por un instinto y además por una preocupación, que prevé en el futuro ciertos potenciales riesgos, puesto que además tiene conciencia de la muerte. Esto convierte a la técnica, creada por el hombre, en “consciente, voluntaria, variable, personal, inventiva” [3] y consiguientemente, perfectible y que se aprende. Es lo que le convierte –al hombre- en “creador de su táctica vital... y la forma interior de esa vida creadora llamámosla cultura...”[4]
Aparecen aquí, la cultura surgida como un artificio, de exclusiva invención humana, amparada en su capacidad técnica, inspirada, a su vez, en la posibilidad de ser un animal superior, puesto que es un ser pensante. La imagen más representativa de esta técnica, junto con determinadas características fisiológicas (extensión de los dedos de la mano, independencia del pulgar, movilidad y adaptación de esta extremidad para tomar cualquier objeto con firmeza, etc.), nos evoca el film “2001. Una odisea del espacio” dirigida por Stanley Kubrick: el hombre, mitad mono, golpeando con un hueso (su herramienta) al animal que ha cazado, representa un salto cualitativo de extremada potencia, y que metafóricamente en el film se ve en el momento en que este “hombre-mono” arroja su herramienta al cielo y la imagen fílmica va trastocándolo en una nave espacial que navega en el firmamento y se aventura de galaxia en galaxia. La tecnificación extraordinaria que pudiera alcanzar este evento, nos muestra esta película, tiene su máxima referencia en la computadora HAL – 9000[5], la cual, sin embargo, al cabo de una falla sistémica, se torna en contra de la tripulación de la nave[6].

Hasta aquí nuestro enfoque que hemos llamado “realista”. Pasemos a continuación a describir la interpretación, que seguimos de un autor proveniente del mundo de la ciencia, a saber: Humberto Maturana[7].
El neurobiólogo chileno, postula que, tanto el linaje del chimpancé, como el de nuestros antepasados que dieron origen al humano, se han separado en alguna etapa de la evolución, tentativamente diríamos, hace unos cinco o seis millones de años. Tal situación, en que se escinden ambos linajes, vendría, sin embargo, no de la capacidad humana de raciocinio, sino más bien de eventos vinculados al emocionarse en ámbitos de cooperación, no de competencia ni de relaciones de sometimiento, como sí ocurre con los chimpancés. Esta capacidad de reconocer al otro como otro legítimo en un ámbito de convivencia –parafraseando a nuestro último autor-, tendrían como consecuencia, la capacidad de “lenguajear” del ser humano, y por lo tanto, la ampliación o expansión de su inteligencia. Este viraje, según Maturana, habría tenido inicio hace más de tres millones de años, cuando el “bipedalismo y neotenia se establecieron”[8], probablemente al mismo tiempo. La neotenia, está definida como “la conservación de la progresiva expansión de las características de la infancia en la vida adulta...”[9] Estas características estarían, a su vez, notablemente condicionadas bajo un ambiente de aceptación mutua y cooperación, en la intimidad del núcleo proto-familiar (que podría variar tal vez entre 5 a 8 individuos) y que representan –de ahí el nombre neotenia- la prolongación en el tiempo de la relación materno-infantil, tanto en la juventud como en la vida adulta de nuestros antepasados. Bajo esta óptica, el lenguaje tiene su ambiente dado para surgir, esto es: cercanía de los individuos, el “placer de la convivencia”[10] y el “emocionar que es el amor como dinámica relacional de cercanía sensual...”[11].
En otro sentido, y contrastando con la lectura anterior, vemos que la capacidad inteligente del hombre surge, gracias a este ámbito de cercanía en donde la utilización de la mano, por ejemplo, aparece no como una mera facultad de manipulación de herramientas, sino también como la posibilidad fisiológica de amoldarse “a cualquier superficie curva del cuerpo en una caricia”[12]. Esto es, la mano de nuestros antepasados, diferente de la de los chimpancés, otorga esta posibilidad de establecer un lenguaje de cercanía y co-presencia en donde el compartir facilitan este lenguajear, que no es otra cosa sino el conversar. La inteligencia, por lo tanto, es la consecuencia de tales condiciones operadas en nuestros antepasados, y que constituirían la más notable característica de nuestro linaje humano en una determinada manera de vivir.
En conclusión: el hombre es un animal capaz de pensar, lo que le diferencia de los demás seres vivos. Es un ser creador voluntariamente, de ahí su destreza técnica susceptible de desarrollarse en el tiempo. Se enseñorea frente al mundo –incluso, podríamos agregar, establece señorío sobre otros hombres, pero tal situación sería materia para otro ensayo-, no obstante, tal ámbito de relaciones estarían relacionadas no con su capacidad de inteligir, puesto que las relaciones de sometimiento y manipulación forman parte–según Maturana nuevamente- de la vida de los chimpancés. La inteligencia vendría, y nos inclinamos por esta última opción, de la capacidad de establecer vínculos y cercanías en convivencia con los otros, en contextos de respeto mutuo y aceptación. Diríamos, para concluir, que la forma de encontrarse uno mismo –como ser pensante, inteligente y reflexivo-, radica, en último término, en la capacidad de encontrarse en el otro, pero tal cosa escapa también a nuestro estudio propuesto.

BIBLIOGRAFÍA.

Bunge, Mario “La ciencia. Su método y su filosofía”, editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1997

Spengler, Oswald. “El hombre y la técnica. Y otros ensayos”. Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, Argentina, 1947.
Maturana, Humberto. “Formación humana y capacitación”, Ed. UNICEF CHILE / DOLMEN. España, 200
[1] Spengler, O. “El hombre y la técnica. Y otros ensayos”. Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, Argentina, 1947, p. 25. El resaltado con cursivas pertenece al escrito original.
[2] Spengler, op. cit., p. 27. Las cursivas son del autor.
[3] Ibid. p. 29
[4] Idem.
[5] Es ésta, la última generación en computadores, es capaz, incluso de tener sensaciones cuasi-humanas, sin perder el grado total de perfección que su modelo avanzado le otorga.
[6] Finalmente será desactivada, paradójicamente, con un simple destornillador, ironía que refleja que tal grado de tecnificación, no logra escapar de la simplicidad que implica un objeto semejante al hueso usado por el mono, millones de años antes.
[7] Nos basaremos principalmente en una conferencia dictada por el doctor Maturana en mayo de 1994 y que aparece en el apéndice del libro “Formación humana y capacitación”, Ed. UNICEF-CHILE / DOLMEN, España, 2002; bajo el título de “El origen de lo humano” (pp. 123 a 153)
[8] Maturana, H. op., cit., p. 128.
[9] Ibid. p. 135.
[10] Ibid., p. 132
[11] Idem
[12] Ibid., p. 129

viernes, 7 de noviembre de 2008

Mitología de la memoria y del olvido en la Grecia Antigua



La conquista del pasado, emprendida por el hombre (en tanto ser individual como colectivo) a partir del manejo de un recuerdo, adquiere un profundo sentido simbólico que va más allá de la simple rememoración de una historia. El recuerdo (anamnesis) del pasado en la antigüedad aparece vinculado, contrariamente a lo que cabría suponer, a la atemporalidad, a un salirse del tiempo e incluso equivaldría a establecer una unión con lo divino[1].

Ciertamente no es casual que la memoria haya sido para los griegos una divinidad –Mnemosyne-, ligada a las nueve Musas, a quienes dio a luz, según Hesiodo: “como olvido de males y remedio de preocupaciones”[2]. Es Mnemosyne una diosa de la raza de los titanes, hija de Uranos y de Gea, hermana de Cronos y Okéanos, y en su vinculación con las Musas, preside la función poética. Como tal, es portadora de un conocimiento significativo de lo eterno, que ayuda al poeta a remontarse a un pasado “primordial”; sus hijas, rumoroso coro de nueve bocas, tienen el don heredado que permite asistir al poeta en su canto de los hechos heroicos o delos inicios del mundo[3]. Pero, ¿por qué las hijas de la memoria ofrecen un “olvido de males”? Indudablemente la rememoración que auspician las Musas no se limita a reproducir simplemente el pasado –y acaso también el presente y el futuro[4]-, sino que lo recrean placenteramente, omitiendo u ocultando ciertos hechos desagradables, pues saben “decir muchas mentiras con apariencia de verdades y (cuando lo quieren), revelar la verdad”[5]. Etimológicamente, la palabra lesmosyne (“olvido”), que conserva la raíz de otra más reciente y de igual significado, léthe, hace un juego –que no deja de llamar la atención- con su antónimo mnemosyne[6]. La evocación del pasado tiene por contrapartida el “olvido” del tiempo presente, y más aún, de la dimensión terrenal, pues el pasado, en tanto pasado “primordial”, no tiene cabida en el mundo humano, sino que forma parte del más allá. Es, por tanto, Mnemosyne quien sirve de “puente y a la vez, “otorga al aedo la posibilidad de transitar libremente entre ambos mundos”[7]. De esta forma la anamnesis aparece como un rito iniciático, que permite al poeta, como en el caso de Hesíodo, una vez poseído por las Musas, liberarse de las desgracias que aquejan a su época del “hierro”, y evadir su presente de angustia y miseria, pues, como señalábamos más arriba, ellas son”olvido de males y remedio de preocupaciones”.
Y ¿qué sucede cuando este pasado (cosmogónico, teogónico, etc.) se “olvida”? La palabra léthe aparece en la mitología griega vinculada con el reino de la Muerte; por cierto, Leteo es un río –en algunas versiones una fuente, laguna o manantial- del Hades, morada de los difuntos, esto es, “aquellos que han perdido la memoria”[8], que, en el momento del último hálito, dejan escapar su alma (psyque), para convertirse en “sombras”. Por el contrario, aquel que logra conservar su memoria en el Hades, puede trascender a su condición de mortal. Tal es el caso, aunque de manera excepcional, de Tiresias[9], sabio adivino, Anfiarao y Etálida, hijo de Hermes, el que le concede una “memoria inalterable” en su afán de hacerlo inmortal. Pausanias, refiriéndose al oráculo de Lebadea[10], menciona cómo el consultante representa una especie de simulacro que pretende simbolizar un descensus ad inferos, donde, bebiendo de la fuente llamada Leteo, olvida todo acerca de su vida humana. Así realiza su ingreso para luego beber de otra fuente: Mnemosine, con lo cual conserva el recuerdo de todo lo que había visto y oído en el “otro mundo”. De esta manera, a su regreso, tenía conocimientos, por su contacto con el más allá, del pasado y del porvenir.
Un notable cambio se percibe en las categorías de memoria y olvido con la aparición de nuevas doctrinas relacionadas con la metempsícosis o transmigración de las almas. Mnemosyne pasa del plano de la cosmogonía a la escatología: ya no inspira el recuerdo de los orígenes del cosmos y del tiempo primordial, sino que se enfoca en las “existencias anteriores personales”[11], los avatares de sus reencarnaciones, la existencia individual. En medio de este viraje, se trastocan los significados de Hades, mundo terreno y Leteo, encontrando una nueva connotación: las características de reino de desolación, olvido y sombras, pertenecientes a la morada de los difuntos, son ahora atribuidas al mundo de los vivos; las aguas del olvido ya no reciben al alma para despojarla de su conciencia terrestre, sino que borra el recuerdo del más allá en el alma que pretende volver a la tierra par reencarnarse. El Leteo deja de ser el ingreso a la muerte para transformarse en el regreso a la vida. Pero es importante advertir que este regreso a la vida implica una ignorancia de la existencia total del individuo, que permanece en esta rueda de la fatalidad, de los ciclos de nacimientos inexorables, olvidados al retornar con otro cuerpo. Sólo por medio de la Memoria le es dado al hombre escapar de este “triste ciclo de sufrimientos”[12].
El desarrollo de estas doctrinas es posible encontrarlo en filósofos como Pitágoras, Empédocles, algunos pasajes de Platón y fundamentalmente en las sectas órficas delas que se han encontrado tablillas de oro con instrucciones para enfrentar el camino del más allá luego de haber tenido una preparación durante su existencia terrena. Así, el alma debe cumplir un ciclo necesario de reencarnaciones, donde paga el precio por sus faltas –necesidad de castigo y purificación- a consecuencia de su origen –“calamidad primordial” por su ascendencia titánica- más que por una culpa individual[13]. Esta doctrina del ciclo de nacimientos del orfismo, ofrece la posibilidad de escapar definitivamente de la reencarnación, sólo en el caso de las almas purificadas, que podrán beber del agua de la Memoria, alcanzando el estado de divinidad perfecta: “Tú serás dios y no mortal”, tú te has convertido de hombre en dios”[14]. En todos estos casos la memoria consiste en acordarse de las existencias anteriores y fundamentalmente lograr la inmortalidad, “salirse del tiempo”. Empédocles decía: “He sido ya en otro tiempo un muchacho y una muchacha, un matorral y un pájaro, un mudo pez en el mar”[15] y agrega: “Estoy liberado para siempre de la muerte”. La anamnesis, permite entonces, unificar los fragmentos de historias individuales hasta llegar a la primera existencia terrestre y verificar así la manera como se desencadenó el proceso de transmigración .
Platón, que ciertamente está al tanto de estas tradiciones sobre la memoria y el olvido, hace el acomodo suficiente como para adaptarlas a su sistema filosófico. Para él, aprender es equivalente a recordar[16]. Las almas, que en un primer instante habitan las alturas de la región celestial, pueden en algún momento caer a la tierra, “cuando por algún extravío funesto, llena del impuro alimento del vicio y del olvido, se entorpece y pierde sus alas”[17]. Entonces entran en contacto con lo corpóreo y se ven forzadas a tener una existencia material en la tierra. Una vez caída, el alma no puede retornar al cielo sino después de haber cumplido con un período de diez mil años de reencarnaciones[18]. A todo el que ha practicado la justicia en vida, le espera después de su muerte un destino más alto; el que la ha violado, cae en una condición inferior. Sólo hay una excepción que escaparía al ciclo de años y castigos, que sería el alma del filósofo, dotada de una facultad, que “no es otra cosa que el recuerdo de lo que su alma ha visto, cuando seguía al alma divina en sus evoluciones; cuando, echando una mirada desdeñosa sobre lo que nosotros llamamos seres, se eleva a la contemplación del verdadero Ser”. Y continúa: “El hombre que sabe servirse de estas reminiscencias, está iniciado constantemente en los misterios de la infinita perfección, y sólo se hace él mismo verdaderamente perfecto”. En resumen, para Platón, entre dos existencias terrestres, el alma tiene la posibilidad de contemplar las Ideas. Sin embargo, al beber de la fuente del Leteo se olvida de este conocimiento; acá, pues, ya no se trata de un olvido de existencias anteriores, de tal forma que la anamnesis operará sobre el recuerdo de las “Verdades”.

Hay, entonces, en Grecia, dos categorías correspondientes a la memoria: por una parte, aquella que se vincula a lo cosmogónico, teogónico, genealógico, que tiene que ver con los “acontecimientos primordiales”[19]; por otro lado, existe una memoria que se refiere a los acontecimientos personales, de una historia individual. Sobre ambas, el olvido ejerce su poder “destructivo”, salvo en los casos excepcionales de: para la primera, los poetas que poseídos por las Musas, logran evocar los hechos de los orígenes, en lo que Eliade llama “profetismo a la inversa”; para el caso de la segunda memoria, los que, como Pitágoras, Empédocles y las sectas órficas, logran mediante una vida rigurosamente ascética, recordar sus existencias anteriores. Incluyendo el pensamiento de Platón, podemos concluir que el lugar al cual apunta la memoria, es una existencia fuera de los límites de lo temporal, en el ámbito de algo trascendente, en el mundo de lo que Platón llamaría la “Verdad”.
A propósito, quisiera hacer un último alcance con respecto al significado del término léthe (“olvido”). La palabra griega que designa lo contrario no es, curiosamente, “memoria” (Mneme), sino alétheia[20], es decir, “verdad”.
[1] Aclaremos que la identidad existente entre memoria, rememoración, inmortalidad, liberación y trascendencia –por un lado- y olvido, ignorancia, cautividad y muerte –por otro-, ya ha sido ampliamente tratada por Mircea Eliade en un estudio comparativo de distintas sociedades arcaicas y clásicas. (Véase “Mito y realidad”, ed. Labor, España, 1992, pp. 81 a 146). Por su parte, Jean-Pierre Vernant, demuestra concluyentemente el valor que tuvo en Grecia el conocimiento del pasado en la construcción de una perspectiva atemporal. (cito “Mito y pensamiento en la Griecia antigua”, ed. Ariel. España, 1991, pp. 89 a 134.)
[2] Hesíodo, “Teogonía” v. 55. Recomiendo, para las obras clásicas mencionadas, las editadas por Gredos, que además de incluir ediciones críticas y anotadas, mantiene la geografía del texto al enumerar los versos, lo que permite identificar rápidamente el lugar que se desea buscar.
[3] Véase en Homero, “Ilíada” Libro I, versos iniciales. También en el llamado “Catálogo de las naves”, op. cit. Libro II vv. 484 y ss.; y en “Odisea” I versos iniciales también.
[4] Cito la “Teogonía” v. 32 y 38: “...ella (Mnemosyne) conoce todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será”.
[5] “Teogonía” vv. 28 y 29.
[6] Un buen comentario sobre esto lo encontré en Carlos García Gual, “Diccionario de mitos”, p. 238.
[7] J-P. Vernant, op. cit., p 96 y 97. Mircea Eliade, op. cit., p. 129. Para Vernant, olvido es un agua de muerte, nadie puede, sin haber bebido en ella –o sea, sin haber perdido el recuerdo y la conciencia-, abordar el reino delas sombras.
[8] Mircea Eliade, op. cit., p. 129. Para Vernant, olvido es un agua de muerte, nadie puede, sin haber bebido en ella –o sea, sin haber perdido el recuerdo y la conciencia-, abordar el reino delas sombras..
[9] Para la historia de Tiresias se puede consultar Homero, “Odisea” Libro XI, vv. 35 y ss.
[10] Pausanias, “Descripción de Grecia”. IX, 39
[11] M. Eliade, op. cit., p. 130
[12] J-P. Vernant, op. cit. p. 100
[13] Véase W. K. C. Guthrie, “Orfeo y la religión griega”, ed. Siruela. España, 2003, p. 224
[14] Tablilla de Turios (s. IV-III a. C.), citado por Guthrie p. 232.
[15] Empédocles, “Purificaciones” fr. 117
[16] Platón, Menón, 81, c
[17] Platón Fedro.
[18] Platón, op. cit.
[19] M. Eliade, op. cit. 131-133.
[20] Nótese que el prefijo –a, opera, como en nuestra lengua, invirtiendo el valor semántico de la palabra a la cual antecede.

Bienvenida



Doy la bienvenida a todos mis visitantes. Este es el inicio de un itinerario que será eso precisamente, un viaje largo con paradas eventuales y espontáneas. Como con los héroes de todos los tiempos, la aventura ocurre bien lejos, lo más apartado posible, pero casi como excusa, pues lo que se quiere en verdad -siempre- es viajar al interior de uno mismo.

El viaje que llevará al hombre en busca de la verdad, en busca de aquello que se devela, es como ir a La Zona, en compañía con un Stalker, para entrar a la Habitación, de donde a veces no se vuelve.