sábado, 29 de noviembre de 2008

En torno a la idea de pensar y escribir propuesta por Julián Marías

En este ensayo se verá la importancia de entender que tanto la lectura como la escritura conforman, al menos en mi óptica, un solo proceso, indivisible e indicotomizable, no obstante estar tan separados y forzosamente polarizados en nuestra formación intelectual ya desde la enseñanza escolar. Ahora bien, ¿qué quiere decir que conformen un único proceso indivisible? Pues bien, lo que planteamos es que tanto la lectura, como la escritura son producciones que sostienen una relación dialéctica. Todavía más, lo que sostenemos es que son inseparables –lectura y escritura- de un proceso aún más global: el conocer.
Paulo Freire, en un libro cuya traducción al castellano conservó la estructura del texto: “Cartas a quien pretende enseñar”, nos muestra la importancia que reviste el adueñarse críticamente de un texto y asumir a su vez el contexto “tomando distancia de la realidad”[1].
Adentrémonos un poco en esto: en primer lugar, Paulo Freire distingue entre aquellos elementos sensoriales, que podríamos catalogar como un tipo de conocimiento surgido desde la experiencia, desde lo cotidiano, y aquel conocimiento ordenado, sistematizado que forma parte del saber académico o escolar si se quiere. Estos dos tipos de conocimientos –el cotidiano y el académico-, Freire los entiende como un todo inseparable que conformaría la sumatoria de un saber, esto quiere decir que, sin querer plantear una supuesta superioridad de uno respecto del otro, entendemos que ambos son importantes a la hora de pensar algo, o reflexionar sobre algo. En este sentido, el punto de partida o inicio hacia la lectura del mundo que propone Freire, es el conjunto de saberes surgidos de la experiencia sensorial, de la vida cotidiana, de lo vivido, pero que también –para considerarlo dentro de un conocimiento más global- debe ser pensado, meditado, leído.
Partimos por lo tanto, de un conocimiento de lo vivido, un “cognitio in acto exercito”, o sea, como dice el profesor Jorge Eduardo Rivera, un “conocimiento que se obtiene por medio de la ejecución de una acción humana”[2], pero que, a su vez, es pensado desde fuera, al tomar distancia frente al hecho mismo, o como diría Freire, al realizar la lectura de tal hecho.
Este acto que acabamos de describir resulta particularmente importante a la hora de reflexionar. El reflexionar, o el pensar surgen entonces de la facticidad que es el vivir, la realización de ese “acto ejecutado”. El mismo Rivera reflexiona a propósito del título de un curso ofrecido por Heidegger en 1923 llamado “Ontología. Hermenéutica de la facticidad”, y adelanta la idea siguiente: la vida vivida es traducida en palabras, o sea, es “dicha”, es “contada”, yo agregaría también, es leída.
Pensemos ahora sobre este acto de traducción de un suceso vivido a palabras, que Rivera asocia -siguiendo a Heidegger- a la hermenéutica, que es, en última instancia, aquello que conforma la mencionada “ontología”. El acto de traducción, de traer algo vivido y describirlo en palabras, que es lo que definen nuestros citados autores como hermenéutica sugiere un camino que se ejecuta desde la comprensión de los sucesos descritos. La palabra hermenéutica proveniente de Hermes, divinidad griega relacionada con el comercio, pero también con la comunicación entre los tres mundos conocidos: la vida de los mortales, el submundo de las sombras –según la escatología clásica- y el mundo divino de los dioses sempiternos. Hermes transporta las almas de los muertos al Hades, de ahí su apodo de “psicopompós”; y al mismo tiempo lleva a los humanos los mensajes de los dioses, por lo cual se le llama también “ángelos” (mensajero). Esto último le capacita para traducir lo divino al lenguaje de lo humano y viceversa. De ahí que la hermenéutica implique, de algún modo, codificar un mensaje, ya sea para explicarlo (escribirlo, digamos) o para leerlo desde algo ya escrito.

Volvamos ahora a aquello que llamamos acto reflexivo. Esto es lo que Freire llama “lectura del mundo”, y que implica al mismo tiempo una instancia de meditación que parte de este “tomar distancia”.
Cuando vivía en Punta Arenas –ciudad donde de hecho nací- jugaba con un amiguito en la playa del Estrecho de Magallanes. Lo subrayo, pues por mucho tiempo no tuve noción de la importancia de este hecho, ni tampoco me pareció significativo el pequeño tamaño de las olas, ni lo frío de sus aguas hasta que conocí Con-cón y luego de observarme, ahí –en mi recuerdo- arrojándo piedrecitas en el estrecho; esto es, luego de “tomar distancia”, recién ahí vine a percibir la singularidad de este suceso y a realizar mi “lectura del mundo”. En definitiva, tal lectura es levantada a partir de una experiencia aconteciente, vivida, pero que no se queda en tal hecho (de lo contrario, siguiendo mi ejemplo, las aguas del estrecho jamás hubieran sido “pensadas” por mí, sino que a partir de la toma de distancia es meditada y además traducida:“hermenéutica de la facticidad”

Ahora bien, ¿qué sucede cuando se lee un texto escrito? Nuevamente se parte desde lo vivido. Es difícil comprender un texto desde aquello que no se ha experimentado antes. Cómo entender la poesía de Ovidio –que a mí tanto me gusta- si antes no se ha sentido –y padecido también- amor por una mujer (o por un hombre según sea el caso). Ahora bien, cada palabra escrita sugiere algo, algo que ha querido decir el autor, pero también algo que es levantado desde nosotros mismos, a partir de nuestra experiencia (única e irrepetible) que enriquece el diálogo sostenido con el texto que leemos. Precisamente lo que sugiero acá –también Julián Marías lo señala- es que leer implica dialogar. No existe un texto que nos entregue, a la vez de lo que está contando, su interpretación, es decir, lo que el autor quiso decirnos, a cada paso a medida que avanza. Esto es algo que surge de nosotros mismos, por lo que el texto está ahí como punto de partida y es lo que hace que un libro varíe con el tiempo, no sólo de un lector a otro, sino también para un mismo lector en distintos períodos de su vida. Esto convierte también al lector, en escritor del libro que lee. Por cierto que esta afirmación no es mía, ya lo dijo Borges, Umberto Ecco, etc., sin embargo la comparto a cabalidad.
¿Qué hacemos, pues, cuando leemos? Nos preguntamos sobre lo leído, discrepamos, dudamos, afirmamos, etc., en otras palabras, caminamos hacia la incertidumbre. A su vez, la importancia de la pérdida de certidumbre frente al conocimiento, implica un avance continuo de nunca acabar. Acaso podríamos decir acá, que la hermenéutica es constante; o sea, podemos hacer siempre una hermenéutica de la hermenéutica, lo que Umberto Eco ha llamado “semiósis ilimitada”.
Digamos que, de algún modo, se deja de pensar desde el momento en que se cree que se ha finalizado el proceso, o se ha agotado tal investigación, en resumen: cuando se cree que se alcanza la certeza total respecto de algo, esto implica que lectura, escritura y pensamiento conforman un todo indivisible. Por todo esto, considero que la lectura y la escritura, son dos fases que no pueden ser separadas.


[1] Paulo Freire, Cartas a quien pretende enseñar” (su título original, en portugués: “profesora sim; tia nao”), Ed. siglo XXI, Madrid, España, 1997, p. 35
[2] Jorge Eduardo Rivera Cruchaga, “Itinerarium cordis. Ensayos filosóficos”, Brickle Ediciones, Santiago, Chile, 2006, p. 32

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