viernes, 5 de diciembre de 2008

Sobre la mecánica en la naturaleza y otras meditaciones



Es particularmente inquietante la forma como percibimos los accidentes, condicionados por la causalidad mecánica que Álvaro Campos mencionaba en su artículo de atinachile. Brevemente explico su planteamiento: en el mundo moderno la casualidad y el destino han debido replegarse a instancias casi irrisorias en favor de la mecánica racionalista que pretende definir, paso a paso, los movimientos del mundo (cosmos) como una causalidad cuya lógica, legislada por principios casi cartesianos, adquiere total sentido cual pieza de relojería en el taller de un joyero. El destino comprime acá su existencia, acoquinado esta vez en un modesto sitial de admiración sólo para supersticiosos o “esotéricas”.

Luego, la consecuencia inmediata de esta manera de percibir el mundo, lleva a la esquizofrénica necesidad de buscar responsabilidades. Como cada movimiento del cerrado engranaje opera según la tarea asignada a sus miembros, al momento de fallar alguno, deviene la catástrofe. De todo esto se extraen lecciones, por supuesto: una es que la falla se pudo prevenir mediante la inspección de la estructura interna del mecanismo (“prevención de riesgo”); la otra, es que todo vuelve a restablecerse con el reemplazo de la pieza defectuosa.

A riesgo de caer en la caricatura, se podría decir que nuestro mundo contemporáneo balbucea su existencia afirmado en la polea de una máquina -digital por supuesto1 - . Como en “Tiempos modernos”, cuando Charlot, el asistente de una factoría, busca infructuosamente sacar a su jefe del motor de la máquina donde trabajaba. El hombre atrapado en su invento. Esto me recuerda también a la HAL-9000, de “2001 Odisea del espacio”. El acrónimo, traducido al castellano, significa Computador algorítmico heurísticamente programado2 (Heuristically programmed ALgorithmic computer), -a mi juicio una contradicción flagrante- un procesador que es capaz incluso de interpretar razonamientos, emociones, y expresar sentimientos cercanos a lo humano, sólo que con la exactitud y perfección que le otorgan sus circuitos, en resumen, una especie de inteligencia artificial. Pero he allí el origen del problema, una máquina donde gobierna sólo la lógica, a la que se le introducen elementos de inexactitud como los sentimientos por ejemplo3, entra en contradicciones vitales que terminan en su paranoica actitud y finalmente su perdición. Tenemos acá un mecanismo perfecto, el cual, a la primera y más leve evidencia de error, desemboca en una catástrofe totalmente desatada.

O también podríamos citar la famosa intervención de Gary Kaspárov, el campeón mundial de ajedrez que, en una partida contra Deep Blue, (una computadora programada para analizar 100 millones de jugadas por segundo) comenzó a realizar movidas “ilógicas”, que escapaban a la comprensión del “pensamiento” numérico y cuantitativo del ordenador, lo cual le permitió vencer en una de las seis partidas que tuvieron4. Un año más tarde, en 1997, con Deep Blue perfeccionada, (capaz esta vez de revisar 200 millones de posiciones por segundo) Kasparov volvió a realizar aperturas conocidas por aficionados y con dudosas variantes, por no decir defectuosas. Pero la computadora no cayó en la trampa, cosa que mereció las sospechas del ajedrecista respecto de la honestidad del encuentro: ¿había una mano humana que intervenía en las jugadas de Deep Blue, y así lograba sortear este tipo de dificultades? Lo único cierto es que la IBM, empresa gestora del aparato, y patrocinadora del encuentro, subió notablemente sus acciones en la bolsa tras la derrota del ajedrecista ruso.


Volviendo a esta tensión entre máquina y hombre, ya no dentro de las variantes más extremas como las contadas más arriba, pensaba en cómo percibimos a la naturaleza inmersa en la mecánica numérica (desde Newton, podríamos decir), dejando de lado toda participación del pensamiento hermenéutico. Las cosas obedecen a una mecánica natural, ¡qué frase más contradictoria! Si es a, entonces forzosamente debe darse b y no c. Esta ficticia certidumbre lleva a las psicosis que mencionaba Alvaro en su artículo, donde tiene que haber un culpable tras un accidente, siempre “evitable” bajo los supuestos de la mecánica. En otras palabras, el acaecer carece de imprevisibilidad. Luego, todo puede ser explicado, incluso la desgracia –y por supuesto su contrario, la fortuna-. Se me dirá que exagero, pero aún cuando alguien reconoce que existen eventos librados al azar, terminará levantando hipótesis sobre la factibilidad de evitar y reducir al máximo posible la intervención fortuita (ni siquiera mencionamos divina).


En términos históricos, la cultura moderna y la revolución industrial impulsan un imaginario que coloca al hombre y su ciencia (objetivada por su método) por sobre la naturaleza. El hombre moderno descubre todo... el hombre, entiéndase bien, él solo. Y no cualquier “hombre moderno”, claro, el hombre más civilizado, el que avanzó por los caminos de la cultura más “elevada”, el que introduce el orden en la barbarie, el mismo que “descubrió” América tal como se descubre una ecuación matemática que explica la ley de gravedad, o la penicilina. Curiosamente, todos estos eventos han estado de algún modo involucrados con la casualidad: Colón se encontró con un nuevo continente que jamás pensó “descubrir”; Newton “pensó” en la gravedad tras ser golpeado por la manzana caída de un árbol, y Flemming “descubrió” el hongo penicillium formado en un cultivo bacteriano que dejó por descuido a la intemperie en su laboratorio. Por supuesto que todos son sucesos ampliamente caricaturizados, no obstante, no deja de ser significativo todo el halo de leyenda que circunda, a estos personajes y sus respectivos “descubrimientos”. El descubrimiento es una forma de apropiación que ejerce el hombre moderno: “yo descubrí tal ley de la física”. Algo que siempre existió, sólo que no había sido explicado matemáticamente, incluso esta explicación si quiera logra agotar todas las explicaciones del problema. Del mismo modo, América (por llamarla de la forma que la conocemos todos), siempre estuvo allí5, jamás fue “descubierta”.


Pero volvamos nuevamente al mecanicismo. ¿Qué sucede hoy, cuando casi todo es cuantificado y casi todo ya ha sido descubierto? Una persona que porta un GPS sabe exactamente dónde se encuentra, con precisión total. Un vehículo acondicionado con un sistema similar, previene al conductor de la presencia de congestión en carretera, anticipando la conveniencia de optar por un camino alternativo. Sin embargo, estas capacidades tecnológicas aún no son universalmente utilizadas. Jamás en mi vida me he subido a un vehículo como el que describí. Esto sitúa a su dueño en una situación de preeminencia respecto de quienes no estamos acondicionados tecnológicamente del mismo modo. De hecho, pienso que si todos tuvieran el GPS sería muy probable que la incertidumbre reapareciera en escena: supongamos que, al haber un taco en una carretera, gran número de conductores escogieran la misma vía alternativa, congestionándola también. Puede ser un pensamiento ingenuo, lo admito, pero la ingenuidad suele decir verdades a veces.

Con todo, si nos situamos en un nivel masivo, todos de alguna manera gozamos de esta búsqueda tecnológica por la certidumbre; por ejemplo: cuando salgo de mi casa de Concón por las mañanas, sé que el horario en que debiera tomar la micro para llegar al Instituto de Historia en Viña del Mar a las 8:15, es 45 minutos antes. Y esto considerando los atochamientos de las 7:50 en Reñaca y 10 minutos más tarde en Libertad.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando interviene un acontecimiento extraño a todas estas previsiones? Hace un par de días un derrumbe en el camino antes de llegar a Las Salinas, detuvo el tránsito durante más de 40 minutos. Esa mañana tomé la locomoción a la hora prevista, según el tiempo calculado. La naturaleza dijo otra cosa. Un pasajero, que aún no se resignaba de su retraso en el trabajo, le dijo al chofer: -pero este cerro debieran cubrirlo con mayas para evitar que se desprendan piedras sobre la vía-. Recordé inmediatamente lo que decía Álvaro: el miedo ante el azar, ante lo imprevisible, sólo es sofocado por la existencia de un responsable bajo el supuesto –ficticio- que hay una mecánica que permite prevenirlo.

Ese día llegué tardísimo a mi clase. No entré por respeto a sus concurrentes y al profesor. Esperé los minutos que restaban para el término de la hora en la puerta del castillo. A un costado, el jardinero, muy paciente, terminaba su arreglo en un rosal. Mientras barría la tierrita removida que había caído fuera, justo arriba, el fruto de un árbol se dejó caer con gran fuerza junto a unas ramas que pasó a llevar en su camino, rompiendo las rosas y desparramando toda la tierra. Volví a reflexionar sobre el tema. La naturaleza había vuelto a decir que no al orden que impone el hombre. Eso es, la naturaleza tiene explicaciones físicas o matemáticas, pero éstas no agotan el conocimiento total que tengamos de ella. Es posible prever ciertas cosas, la historia del hombre en cualquier cultura que haya superado el estadio de cazador recolector trata de cómo calcular las estaciones, de cómo domesticar a los animales para su sustento, etc. El hombre introduce un orden (cultura) en la naturaleza. Pero este orden yo lo entiendo bajo la aceptación de que lo perfecto surge de una relación en donde la última palabra no la da la cultura. Pienso en una historia que contaba Jodorowsky: un monje budista recibe de su maestro la orden de limpiar el huerto del monasterio. Con mucha dedicación podó las hojas de los árboles, barrió el suelo, regó donde había que regar, etc. Cuando llegó el maestro a inspeccionar, dictaminó que aún no estaba todo en orden. El monje prosiguió con más acuciosidad aún hasta no dejar nada fuera de posición. El maestro regresó y exigió a su discípulo todavía más perfección en su labor. Una hora después, cuando el monje ya no sabía qué más hacer, el maestro tomó con fuerza el tronco de un árbol y lo sacudió dejando caer unas hojas: -ahora sí está perfecto el huerto- concluyó.

¿Acaso el pasajero de la micro donde viajaba, que llegó tarde a su trabajo, habría dicho lo mismo? –Ahora sí está perfecto el cerro-. O –bien, esto es así, hay que aceptarlo-. Quizá esta última respuesta habría sido más sensata, más sabia. ¿Y el jardinero? ¿qué creen que hizo tras ver su trabajo de horas destrozado? El jardinero, en cambio, y acaso por estar más cercano a la naturaleza –los que nos relacionamos casi exclusivamente con el cemento de la ciudad no-, dedicó unos segundos para mirar de dónde vino la rama que arruinó su trabajo, luego, con el rostro impasible todavía, lo mismo como hubiera hecho un griego piadoso de la época de Hesíodo, tomó su rastrillo y comenzó todo de nuevo.






1 El hecho que la tecnología actual sea casi totalmente digital no implica que lo mecánico carezca de valor incluso para la metáfora. No hay que olvidar que en el film de la obra que mencionaré más adelante, (“2001 Odisea del espacio”) el protagonista vence a la computadora más avanzada con un simple destornillador. Lo mecánico no deja de tener sentido.

2 Aunque algunos han señalado que la sigla no sería otra cosa sino un remedo de la IBM, sólo que retrocediendo en cada letra un lugar en la gradación alfabética.

3 Esto me recuerda la frase de B. Pascal: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”.

4 En esa oportunidad el puntaje total fue a favor de Kasparov por 4-2.

5 Sobre la aplicación de esta mentalidad en el evento histórico, mal llamado “descubrimiento de América”, se puede consultar una preciosa obra de Edmundo O´Gorman titulada “La invención de América”. Señala en una parte: “Los viajes de Colón no fueron, no podían ser viajes a América, porque la interpretación del pasado no tiene, no puede tener, como las leyes justas, efectos retroactivos.”


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